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14/09/2015DUCHAMP NO EXISTE. UN TEXTO DE CIORAN McGRATH SOBRE EL VIAJE DE DUCHAMP POR ARGENTINA
En 1918 Marcel Duchamp viajó de Nueva York a Buenos Aires. Cuando le preguntaron por qué había escogido ese destino tan remoto, respondió que allí tenía un conocido que regenteaba un burdel. Esta broma enmascaraba un deseo más cándido, por extraño que parezca para un artista comprometido con cierto grado de cinismo, ya que Argentina ofrecía una oportunidad de escape y renovación. En Adieu a Florine, un dibujo hecho antes de partir hacia el sur, cruza Argentina un gran signo de interrogación en el mapa americano. A juzgar por su correspondencia, Duchamp estaba cada vez más incómodo en Estados Unidos mientras más se acercaba el alcance de la Primera Guerra Mundial. Le escribió en una carta a su amigo Jean Crotti que realmente quería cortar por lo sano con esta parte del mundo. Sin embargo, dos meses después de su llegada a Argentina, describiría su capital como un pueblo provinciano lleno de gente rica, sin ningún gusto y con todo comprado en Europa. Para finalmente declarar: Buenos Aires no existe.
El tiempo que pasó en Argentina ha sido largamente descrito por quienes buscan glosar su prodigioso mito. Su biógrafo Calvin Tomkins caracteriza este periodo como un extraño interludio carente de la mística del viaje, a diferencia por ejemplo del que hizo a Munich en 1912. En La apariencia desnuda, Octavio Paz describe los días de Duchamp en Argentina como dedicados al sueño, y las noches al ajedrez, jugando generalmente contra sí mismo. Sin embargo la narración ha sido reescrita recientemente. El libro Fuera de campo de Graciela Speranza usa este episodio para analizar el desarrollo del arte argentino en vez del de Duchamp. La idea es muy interesante, pues convierte al inasible artista europeo en el dispositivo crítico, mientras que el viaje pierde su motivo hagiográfico. La necesidad de cortar por lo sano de Duchamp, es tomada por Speranza como algo central para la discusión, y sostiene que el artista no sólo buscaba escapar de la política sino sobre todo de la «gran tradición» de su cultura. Tal vez por eso se fue tan decepcionado de Buenos Aires. Sus esperanzas eran muy grandes y se encontró con que no había escapatoria de esta particular forma de modernidad que Europa había estado exportando tan rapazmente desde 1492.
Si este rechazo a Buenos Aires fue una reacción temprana a lo que ahora llamamos globalización, entonces tal vez esta anécdota sugiere algo más allá de la desaprobación al provincialismo. Para 1918 Duchamp ya había firmado sus más famosos readymades. Se puede pensar, sin miedo a equivocarse, que estaba familiarizado con la duda sobre la autenticidad en la era de la producción en masa antes de su viaje a Buenos Aires. Por lo tanto, la idea de un viaje de escape a Argentina parece todavía más incoherente. El que Duchamp sucumbiera a la idea superficial del exotismo mina el aura de su persona pública, tan meticulosamente situada en la inescrutable forma del escéptico. Incluso hasta una etapa relativamente tardía cultivó la indiferencia, aunque al parecer fue igualmente propenso al idealismo de la misma forma que un romántico. Tal vez el viaje latinoamericano de Duchamp no fue tan diferente al viaje de un ingenuo mochilero que va al sur en busca de la revolución y sus formas de vida alternativas y regresa a casa con una camiseta del Che Guevara y menos sueños.
Resulta fácil imaginar a este hombre demacrado, varado en Buenos Aires y sufriendo una melancolía tediosa de una realidad de la que no podía escapar. Sin embargo, el aburrimiento y la soledad le iban bien a Duchamp. Como ícono de la vanguardia se le reconoce exactamente por esa indiferencia que concede el desapego y que se manifiesta en la extraña austeridad de su obra, sin importar cuán complicado sea el diseño. Speranza describe esta cualidad como la que permite que sus piezas funcionen como un vacío. Paz describe una idea similar cuando escribe que Duchamp recurre a la suspensión perpetua de la revelación del significado. Él mismo llama a este efecto postergación. En este dibujo es posible percibir una idea casi tangible en la que colapsa lo exótico contra lo mundano. En la desnudez de sus piezas y objetos, y en sus temas más explícitos, la mirada objetivante de Duchamp es siempre humilde. Si Buenos Aires fue para él al mismo tiempo familiar e incomprensible, entonces tal vez fue allí donde se dio cuenta que el efecto de postergación entre el significado y la incoherencia o tal vez entre la fantasía y la realidad es incomodamente parecido al discreto horror del aburrimiento.
A pesar de su apatía, Duchamp iba siempre adelantado a su época. Este viaje a Buenos Aires antecedió al viaje que hizo Bretón a México, por dos décadas. Es interesante comparar lo distintas que fueron sus experiencias en América Latina. Bretón acuñó la famosa referencia sobre México: “el lugar más surrealista de la Tierra”, aunque me queda la incertidumbre sobre lo que habrán pensado los mexicanos de la época. De cierta forma la desestimación de Duchamp y el entusiasmo de Bretón son los dos lados de una misma moneda extranjera. Duchamp, que encontró Buenos Aires carente lo elimina, mientras que Bretón reconstruye la imagen de México de acuerdo con su visión. Y las dos son las frívolas acciones de un par de turistas, en donde países y ciudades desaparecen junto con la gente que los habita.
Si revertimos la ecuación y colocamos a un Latinoamericano en Europa, entonces claramente hablamos de exilio y no de turismo. ¿Qué hubiera pensado César Vallejo del aburrimiento de Duchamp? Forzado a escapar de Perú después de quedar involucrado en la muerte de un policía durante una protesta, el poeta llega a París en 1923. Allí vive en la miseria y trata de sobrevivir. En la vasta mitología de París que puebla nuestra ilustre era, Vallejo raramente se menciona. La biografía escrita por Stephen M. Hart sobre el poeta está provista de las cartas que hacen la crónica de sus anhelos por limpiar su nombre y volver a casa. Si Duchamp hizo que Buenos Aires desapareciera en la escritura, entonces Paris condujo a Vallejo a una suerte similar. Trilce, su obra magnánima, fue publicada en 1922 poco después de que dejara Perú, pero nunca más volvió a publicar otro libro de poesía en su vida. Atrapado en París, escribiendo en un lenguaje periférico, fue condenado al sufrimiento de una dignidad dudosa y al reconocimiento póstumo. Vallejo nunca pudo darse el lujo de ignorar a la ciudad en la que se encontraba, incluso si hubiera sufrido de la misma clase de aburrimiento que Duchamp. El contraste entre el poeta peruano exiliado y el artista francés de vacaciones podría revelar una carencia en nuestra forma convencional de entender el modernismo y las vanguardias. El lujo es un término que muy raras veces se usa para hablar de los surrealistas o de sus contemporáneos estadounidenses, pero desde la perspectiva de Vallejo, hubiera sido lo más afortunado.
Quizá esto sea subestimar la estadía de Duchamp en Buenos Aires, cometiendo exactamente el mismo error que él cometió. En su imperturbable alianza con Bretón, es siempre un escéptico de los surrealistas y sus juegos de salón. Sus exasperantes esperanzas de un mundo nuevo le enseñaron que cortejar la idea de lo exótico, como hicieron en un punto los surrealistas, tiene mucho de provinciano. Si el viaje impulsivo de Duchamp hacia el sur tuvo algo del abandono y el descuido del viaje que Arthur Cravan hizo, desapareciendo de la costa del Golfo de México el mismo año, entonces tal vez la experiencia de Duchamp podría haber sido más traumática de lo que parece a simple vista. Lo que Cravan encontró al final de este viaje lleno de esperanzas fue casi sin duda una muerte muy violenta. En contraste, la confrontación que vivió Duchamp contra sus propias ilusiones estuvo lejos de ser fatal, pero lo hizo finalmente aceptar la frialdad y la indiferencia de la modernidad. Cualquier gracia en París o Nueva York deben haberle parecido perversamente superficiales después de esto. Si lo real se reveló como un abismo insuperable en Argentina, cosas como el surrealismo, deben haberse revelado como una distracción también.
Estaría bien dejar que un argentino discurra sobre la traumática naturaleza de esa ruptura con el idealismo. En Rayuela de Julio Cortázar encontramos el viaje de Duchamp en reversa. El protagonista Horacio Oliveira, un surrealista tardío de Buenos Aires, se abandona a la suerte en las calles de París, solamente para encontrar la locura y la amenaza de un suicidio esperándolo en casa. En la novela de Cortázar las posibilidades de los métodos surrealistas van más allá de la simple idea de liberación. La entrega se convierte en algo siniestro y profundo. Así como Duchamp encuentra que la fantasía colinda con lo aberrante, tal vez lo surrealista simplemente conduce a una forma extrema de aburrimiento. Mientras Duchamp pasa su tiempo en Argentina, simplemente mirando al espacio, en su propio aburrimiento – un favorito de los románticos – esto le permite ver a una ciudad como un lugar en el que vive un montón de gente sin importar cómo sueña, o cómo es soñada en otros países, y puede contemplar la posibilidad de que sea solamente otro lugar más en el que reine el caos. En su departamento rentado de la calle Alsina, moviéndose de un cuarto silencioso al siguiente, o arreglando el tablero de ajedrez después de una partida solitaria, tal vez Duchamp realmente sintió como si empezara a desaparecer de la misma forma en la que Buenos Aires ya lo había hecho.
Texto cortesía de Cioran McGrath y 3:AM Magazine
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Cioran McGrath Vive y escribe en Londres. Sus artículos se han publicado en Bright Lights Film Journal y The Latin American Bureau. Puedes leer más de sus textos en el blog Calle Nine. |
Traducción: Victoria Narro