«NEZA YORK» de Fernando Manuel Escárcega Pérez, 2008-2015.
28/09/2015EL NEGRO ES LA AUSENCIA DE COLOR. O DE CÓMO SE LLENA EL VACÍO. NELSON HERNÁNDEZ ESCRIBE SOBRE EL TRABAJO DE EDITH LÓPEZ OVALLE
30/09/2015Ricardo Atl: ¡La orfandad! ¡La orfandad!
¡La orfandad! ¡La orfandad!
Murmuraciones de rincón obscuro,
acusaciones de luz goyesca.
Roque Dalton
La primera ocasión en la que acudí a una fosa clandestina, en mi labor como reportero, fue a principios de 2015: Iguala, Guerrero. Después de treinta minutos de recorrer algunas colinas pronunciadas sobre el lomo de una patrulla y el miedo de ser emboscados, llegamos a un paraje desierto donde algunos elementos policíacos custodiaban un par de esqueletos. Debajo de un árbol repleto de espinas, en cueros, una calavera de mujer nos saludó debajo de un hoyo de 50 centímetros de profundidad; en cuyos huesos, aún quedaban restos de ropa con encaje color rosa.
Nadie de nuestros acompañantes –entre ellos, el recién asesinado líder comunitario, Miguel Jiménez Blanco– pudo decirnos gran cosa de aquel cadáver que, cubierto con una mugrosa bolsa para muestras periciales, a expensas del hambre de los coyotes, esperaba su turno para ser identificada en los laboratorios genéticos de la Procuraduría General de la República (PGR): era una de las 104 víctimas recuperadas –de las 3 identificadas–por el Comité de Familiares en la Iglesia de San Gerardo María Mayela, conocidos como “los otros desaparecidos”.
Llegando al Distrito Federal quise contar fielmente esta historia, como lo hacen todos los reporteros. Escarbando y entrevistando. Indagando y resolviendo. Pero después de varios intentos me di cuenta del absurdo de la tarea.
Además de mi inconformidad con la forma y el estilo de la redacción, también supuse que faltaban voces que no había podido recoger y que serían imposibles de entrevistar: los propios muertos. (¿Se imaginan nada más el absurdo?) A expensas de quedar como un idiota frente a la agencia informativa donde trabajaba, entregué un relato basado en mis impresiones del lugar y las entrevistas que les hice a los familiares de los “otros desaparecidos”.
Era lo único que podía hacer: en los medios quieren notas, no impresiones de la realidad. (Las verdaderas víctimas –reflexioné tiempo después-; no los sobrevivientes, sino aquellas que encontré en esos hoyos, como restos calcificados, fragmentarios y con huellas de tortura, nunca podrían relatarme sus dolores y tormentos; incluso, nunca podría conocer sus rostros. Caí en cuenta de que la tarea era un imposible. Estaba condenado, como sucedió con Primo Levy, a la imposibilidad literaria.)
Al regresar a mi departamento con la sensación de haber sido derrotado, con profundas ansias de volver una y otra vez a esos lugares, en primer lugar por ética y después por orgullo; tardé varias semanas para pensar y sugerirme un giro. No pude. En cambio, me formule un cuarteto de preguntas que sigo arrastrando:
a) ¿Aquellos retratos hechos por profesionales de la pluma en verdad nos han acercado tantito a este asqueroso tonel de mierda en que nos ahogamos?
b) ¿Es posible relatar el infierno sin caer en el absurdo de convertir la “verdad” en oferta de literatura y compasiones abstractas?
c) ¿Es posible llevar un retrato de la muerte ahí donde, aunque con terror, hemos regresado con vida?
d) ¿Es por medio de la literatura o específicamente del periodismo, que podemos acercarnos a la barbarie?
Déjenme contarles una historia:
Después de un controvertido proceso electoral, con la resaca de la imposición y el dolor en las entrañas por la soledad y el hastío, en el año 2012 conocí al artista Ricardo Atl en una reunión a la que convocó en el viejo Taller Huacal.
En aquél entonces Atl Había comenzado la primera parte de su obra de carbón – que recientemente se presentó en Casa Espirituosa, al sur del distrito federal; pero entonces, se titulaba Nocturno (la primera parte). El tópico de la plática, entre tragos y cerveza, el olor de la madera quemada y la tentación de reconocernos ahí, borrachos, palpó los terrenos de la crisis que se avecinaba. De lo que había sucedido en la selecciones y de la posibilidad de articular un nuevo discurso político y otras formas de organización.
¿Podíamos?
Una imagen se quedó grabada en mi memoria, el fuego. Sí la tormenta de 2012, venida de movilizaciones sociales, el fin de un sexenio de horrores (Calderón, dixit) y el descrédito de la clase política calaba hondo, la victoria del partido gobernante proyectaba una imagen del futuro que parecía sombría pero sospechosamente cautivadora. Sublime.
Atl me comentó que las cosas, de ahora en adelante, solo podían ser retratadas por el carbón. Si el pasado priista, jacobino, nacionalista, había sido iluminado por los murales semi-barrocos de Diego Rivera y la crónica de Salvador Novo, en el presente, el vacío y el infierno solo podían ser representados en la saturación del negro. O en el mejor de los casos, debía de remitirnos al fuego. A los restos. A la materia que, violada por espasmos de energía, podía purificarnos. ¿Expiarnos? ¿Flagelarnos?
-Yo creo que en términos de representación- me confesó Atl a media madrugada, sentado al borde de una silla desvencijada- hemos llegado al límite. Las marchas del #YoSoy132 creo que más que una producción política, una nueva forma de revolución social, son un síntoma que se extiende y nos despliega la imposibilidad de futuro: La orfandad.
-¿Tú crees? –respondí con un poco de ironía.
-Ya lo verás… -retó.
A tres años de haber pronunciado aquellas palabras, un tanto pesimistas y otro tanto melancólicas, la idea me pareció poderosamente poética pero insuficiente para diagnosticar el futuro o desastre que se avecinaba.
Si bien nadie podía leer el futuro que golpeaba las costas de nuestra conciencia –aquí otro síntoma de la crisis- era porque la historia, obviamente no estaba escrita. En cambio, las tentaciones revolucionarias para gentes como yo, muy clásicas eso sí, se antojaban desarrolladas en el plano de una dicotomía. Es decir,citando las palabras del Manifiesto Infrarrealista, se resolverían por fin en el “cagadero” o la “revolución”.
Nadie pensaría que la moneda quedaría en el aire.
Atl tuvo razón en algunas cosas, no podré olvidar esa noche de plática. Pero la más importante era la referencia al fuego y al carbón. El fuego comenzó el primero de diciembre de 2012: Anarquistas y jóvenes quemaron a algunos policías. Luego, se siguieron de largo por varios meses en la Ciudad de México: piedras, bombas molotov. De tanta “libertad”, de tanta enjundia, el gobierno le devolvió el fuego a la ciudadanía: detuvo, reprimió, encarceló, quemó.
La última referencia al fuego, se produjo a principios de este año. Sin empacho, el entonces procurador de justicia, Jesús Murillo Karam, dijo que los 43 normalistas de Ayotzinapa fueron quemados en una pira de llantas y troncos de madera.
Así quiso despachar el problema. Con fuego. O-R-F-A-N-D-A-D.
La crisis de representación ha sido, de cierta manera, uno de los elementos que han determinado a este sexenio y, el leitmotiv de la obra reciente de Ricardo Atl. Desde el “ya me cansé”, pronunciado por el exprocurador de justicia Jesús Murillo. Pasando por la aplanadora política conocida como “Pacto por México”. Los escándalos de corrupción y conflictos de intereses. Así como la interminable lista de masacres, impunidad y crímenes de Estado del pasado y del presente, aparecen todos los síntomas de un vaciamiento. Una ruptura.
La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el 26 y 27 de septiembre de 2014, no solo produjo la crisis política de dimensiones globales que todos conocemos y gritamos. También abrió una grieta profunda en las formas que habíamos representado la violencia y la política hasta hace apenas unos años.
A diferencia del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, en el que la narcoviolencia tenía un aspecto ontológico, casi teatral y mítico, enfocado en la mutilación del cuerpo humano y el nacimiento de las “narco-leyendas”, en el sexenio de Enrique Peña Nieto, el país entero entró en una dimensión ininteligible; aquello que podría calificar como la sublimación del horror por la vía del vacío.
¿Dudas?
26 mil desaparecidos en una década, casi el 60 por ciento de ellas en este periodo de gobierno.
La noche.
La obscuridad.
La obra de Ricardo Atl, ha sabido excavar en esa dimensión y no solo lo ha hecho artísticamente. Es, me parece, un trabajo sobre la anomia más que de la clase política (imposible de por sí). Como una crónica de este sexenio, el guiño con la realidad tiene elementos que no se basan en los signos sino en los símbolos. Ellos tienen como base el carbón. El carbón como síntoma. El carbón como los restos de aquellos dos normalistas que han sido “identificados” por la PGR.
“Luna negra revela los horrores que esconde la noche, no es un oxímoron sino el cuerpo celeste sin reflejo solar, la oscuridad en su estado natural”. Más adelante añade la crítica Alejandro Moncada: “Palpa a su vez también un desasosiego mundial y una angustia primordial y abrumadora que nos acecha. El carácter sombrío de la obra se yuxtapone un virtuosismo y exactitud de materiales que lo llevan a un macabro sublime, que se convierten en una suerte de ritual, de amuleto tal vez, un vade retro contra la derrota”.
¿Cómo explorar esa dimensión de lo “macabro sublime” sin jugar con el espectáculo?
Recorramos virtualmente la obra.
A la visita de la exposición, montada en una pequeña galería del sur de la Ciudad de México, se llega en medio de un violento contraste. Primero nos topamos con una obscuridad que a la que son sometidos todos los visitantes. Afuera, golpeados por la luz del sol, los espectadores se preparan para el “macabro sublime”, descienden a las catacumbas envueltos por la nada. Acaso la humedad.
El efecto tiene un fin sutilmente perverso. –a veces chusco: por un pasaje así, hace unos meses se escapó Joaquín el Chapo Guzmán. Aquel que quiera mirar con un poco de cuidado, tiene que acostumbrar sus ojos a la luz tenue. La penumbra.
Luna negra prosigue con un espasmo.
Como en sus primeras piezas de esta serie, montadas en el año 2012 dentro de galería Garash, Nocturno, emplaza sobre una cama de tablas quemadas, carbonizadas, unas cuantas líneas de plomo. Los dos elementos tienen que ver con la alquimia: en la ceniza la promesa de un “quizá”; llamémosle “potencia”. En el plomo, el elemento donde la mierda aspira al oro. Toda esta fuerza –a la manera de Platón– queda colapsada nuevamente por una calavera. Es decir, por la expresión “más sujeta a la naturaleza”. O parafraseando a Walter Benjamin: donde “se plasma” “todo lo que desde un principio tiene de intempestivo, doloroso y fallido”.
La frase no tiene desperdicio, y, vaya ironía, se desperdigan por 43 polines invocados por el eterno retorno a Goya: “Los fantasmas del poder producen monstruos”.
“El vacío se llena con lo que cada quien quiera –escribe Nelson Hernández, respecto a la exposición Luna negra–. La pregunta del vacío produce la respuesta que lo llenará después. No puede ser de otra forma. Se trata de la creación de un nombre propio. Y todos los nombres propios vienen del futuro. ¿Cuánto tiempo puedes regodearte de vacío? ¿Cuánta nada puedes acumular? Lo que necesite lo real para ser producido. Un llamado del exterior al centro de la nada lo termina por llenar. Un grito de auxilio hacia ese vacío que no será más. La realidad toca. El vacío produce cuando es tocado por fuera. Nada que no sea vacío será producido desde dentro. Y Ricardo Atl es consciente de esto.”
Nada. No es el arte del narrador, repleto de palabras o imágenes. Es el silencio que aterra. Es el absurdo que gobierna. Atl, es como el Kurtz de Joseph Conrad: desde un diván de palmas, alrededor de cráneos y cadáveres, Grita “¡La orfandad! ¡La orfandad!” Así se articula el lenguaje de los perros; aquel que no puede ser tomado por “verdad”. Es como la pregunta que le hice al esqueleto de aquella mujer: ¿Quién eres? Nadie. Todos. Nada. Carbón.
Raúl Linares: es escritor y periodista. Actualmente es jefe de desarrollo creativo en la productora Argos Comunicación. Fue fundador y director de la revista Spleen! Journal, que se publicó entre los años 2012 y 2015. Ha sido colaborador y reportero en diversos medios nacionales e internacionales, entre ellos El Universal, La Crónica, La Razón, Vice, Cosecha Roja, Liberación y Revolución 3.0. Recientemente, junto al escritor sonorense Carlos Sánchez, colaboró en el libro de relatos La ciudad del soul (Nitro-Press, 2015), próximo a publicarse. |